Emilio Tarazona hace un recorrido por la curaduría desde aspectos históricos para, luego, cuestionar la forma en que se realiza actualmente y proponer caminos posibles en el mundo contemporáneo.*
¿Qué es la curaduría? Se puede responder a esa pregunta muchas veces y nunca dar la misma respuesta. Tengo, además, la sensación de jamás haberla respondido de modo preciso. Es la selección de obras y artistas (una suerte de compilación con sesgos), pero no es solo eso.
Es el diseño coordinado conceptualmente con otros profesionales para un guion en sala de las piezas para ser exhibidas (el modo y lugar en que estas han de mostrase), pero tampoco se agota allí. Es la investigación, teoría y pensamiento que anima o que respalda un proyecto de exhibición dentro de un espacio dado (la relevancia u originalidad de un punto de vista), pero eso parece una respuesta poco satisfactoria.
La curaduría, reuniendo todas esas actividades (más o menos entera y ordinariamente instituidas) es, principalmente, un trabajo sobre los intersticios: se interpone mediando los discursos que los artistas o cada una de sus obras detentan con cierta seguridad y ostentación, para destacar una suerte de des-adecuación y re-adecuación de estos, en función de un conjunto más amplio con el que se les ha invitado a relacionarse, a veces, contra su voluntad.
Lo deseable, siempre, es la disposición. Pero las ideas o propuestas no siempre están entregadas complacientemente a todas las miradas posibles y, algunas miradas pueden ponerlas en conflicto. Esos disturbios o desvíos construidos desde quien realiza la curaduría no van necesariamente en contra de las ideas iniciales, generadas en los estudios o la mente de los artistas o autores; de los objetos y propuestas reunidos en las curadurías, pero estas últimas si las podrían colocar en un lugar (o posición físico-conceptual) donde las cosas y sus proyecciones no estaban del todo previstas por sus creadores.
La administración de estos intersticios, espacial y metafóricamente hablando (es decir, entre teoría y teoría; entre idea e idea; entre tiempo y tiempo en que los elementos reunidos fueron realizados; entre artista y artista; entre obra y obra) ha sido, de un tiempo a estar parte, la función principal de la curaduría. Y no es una tarea nada fácil.
No obstante, la curaduría no ha sido siempre eso que podemos pensar con algo de ingenua seguridad. En este artículo quisiera pasar por algunos momentos, eventos o etapas en la historia de esta práctica, un tanto “cotidiana y gris”, para entender mejor el modo en que la imagino, pero, muy especialmente, el modo en que quiero empezar a imaginarla.
Con mucha frecuencia se alude a la etimología para señalar la procedencia latina del término, en la palabra “cuidar”. El médico “cura” tu cuerpo, el “cura” (o sacerdote) hace lo posible con tu alma –si antes la encuentra–. ¿Qué cuida, entonces, el curador? De allí viene la primera acepción, romana y clásica, del término (y su primera función): era casi el celador religioso, en el amplio sentido de esa palabra, de las imágenes (esculturas de bronce o mármol, mosaicos, pinturas, etc.) que en los templos representaban a las divinidades. Esta es, sin duda, la etapa más aburrida de la profesión: la de custodio.
Antes que esa modalidad pasara dócilmente a designar a los curadores de los primeros museos de arte o de historia natural (que podían confundirse en algunos casos con los restauradores, cuando las especializaciones no estaban tan definidas), hay un momento más interesante para los curadores hacia el siglo XVI en adelante, cuando empezaron a establecerse las primeras colecciones de gabinetes de curiosidades (del alemán wunderkammer o “cámara de maravillas”).
En ellas los aristócratas reunían objetos raros o exóticos, entre animales, plantas, minerales, fósiles, objetos antiguos y especímenes procedentes de distintas culturas del planeta, como consecuencia de las expediciones colonizadoras, del proceso de propagación del occidente europeo por los demás continentes (incluyendo allí, en ocasiones, interesantes fraudes: como un cuerno de unicornio o un frasco con sangre de dragón).
"El tercer momento de inflexión de esta práctica
es responsable, en gran medida, de su completa
transformación. Va a tener lugar hace más de
medio siglo, con la aparición de la curaduría de autor".
Se trata de una breve y relevante mutación del curador, entonces a medio camino entre el templo y el museo, que tiene poco que ver con la función de encargarse del montaje abigarrado de esos salones de nobles y ricos donde las cosas se amontonan cubriendo casi por completo los muros y los techos (en una suerte de horror vacui que no se aleja mucho del montaje en los stands de algunas ferias de arte contemporáneas).
Aunque no se les designó entonces como “curadores”, pues, por lo general, podía llamárseles llanamente “curtidores” o “peleteros”. Por lo mismo, son los grandes excluidos en las historias de esta práctica, pues el acto de curar las pieles animales requiere sumo cuidado: curaduría delicada.
Aun si resulta hoy controvertido (sobre todo dentro del debate abierto entre animalistas y ambientalistas), esta función de curar va, en ocasiones, entregada a la cacería, pero sobre todo al proceso de desollamiento y disección.
Antiguamente, colocaban aserrín fino o harina para secar músculos, grasa y órganos blandos, mientras separaban esa piel que iba a ser preservada (con tabaco, canela, sal y otras sustancias, según la época o la técnica aprendida) y manteniendo, dependiendo del especímen, algunos huesos como el fémur o el cráneo.
Este último descarnado desde abajo, retirando pacientemente los sesos, la lengua, los ojos (pero dejando las alas completas y el pigóstilo donde se anclan las plumas timoneras de las colas, en el caso de las aves). Eso, si acaso iban a ponerles relleno, para montarlas, luego, en una estructura, por manos de un taxidermista experto que las dejaba listas para su exhibición.
A veces, pienso en broma, que, como una suerte de homenaje a esta etapa, sería interesante tener una colección de pieles de artistas –donaciones póstumas, claro, y no pellejos despojados en vida– con sus espaldas o pechos sujetados y los brazos extendidos, a modo de alas de mariposas o pájaros en vuelo.
Pero seamos serios: el tercer momento de inflexión de esta práctica es responsable, en gran medida, de su completa transformación. Va a tener lugar hace más de medio siglo, con la aparición de la curaduría de autor. El cuidado, en adelante, pasaba a fortalecerse del lado, no tanto de los objetos o las obras de arte (sin descuidarlos del todo), como de los conceptos y de los significados de las propuestas, fortaleciendo la salud de las lecturas audaces sobre la práctica artística del presente.
La curaduría quedaba, entonces, revestida de esa cierta intelectualidad del investigador, del creador de contenidos, de quien es capaz de presentar y visibilizar las trayectorias artísticas dentro de un determinado contexto. No se trataba ya de desollar seres, sino de desentrañar sus ideas y pensamientos, al lado de sus obras (aunque obras, ideas y seres vivos puedan tener muchas cosas en común).
La curaduría y su responsable pasaron en algunas décadas de institucionalización a rivalizar en protagonismo con su base, que es la labor de los artistas: las fricciones o conflictos de egos dejaron allí, en ocasiones, desacuerdos e imposición de jerarquías que han ido mermando el desempeño de la función hasta hacerla, a menudo, completamente prescindible, en especial cuando el diálogo directo entre artistas y público adquiere mayor interés. Es allí donde la práctica se ha percibido muchas veces envuelta en espectros patriarcales, autoritarios y hasta policivos (con mayor énfasis cuando se usa el término “comisario”).
Lo que ha empezado a emerger de esos cuestionamientos en la escena contemporánea global de este siglo es una acepción aún en transformación, que acerca la práctica hacia otra ética análoga acerca del cuidado (de connotaciones distintas a esa previa de la curaduría de autor, cuya caricatura más apropiada sería la de director de orquesta). Antes de describirla, confieso que esta función me permite poner en cuestión y, al mismo tiempo, asumir modos de entender mi propia actividad de curador, tal y como pienso deseo asumirla en adelante.
Se suele hacer ejercicios similares de inmersión cuando la curaduría va de la mano del seguimiento de un proyecto, incluso si este aún no se encuentra por completo definido. Poniendo de lado el peso de su historia y hasta la pertinencia o no de mantener el término, pienso que, de lo que se trata no es fundamentalmente de cuidar solo de una exhibición y de los conceptos de las propuestas y/o de la disposición discursiva de un conjunto de objetos en exhibición (aunque esas funciones sigan teniendo vigencia), sino que es crucial cuidar, además, de los procesos y las personas mismas que los hacen posibles.
Si bien esta actividad –cuidar– resulta indispensable para la existencia humana, ha sido relegada por mucho a una suerte de confinamiento; devaluada en lo social, lo político y lo económico; tanto si se trata de la atención sanitaria como del auxilio doméstico, y parece haber recuperado un súbito lugar de atención o reconocimiento ante emergencias en las que su requerimiento es fundamental: aquellas en las que se escucha el clamor por la solidaridad (y a las que, aún en momentos pospandémicos, ante la advertencia de otras crisis sistémicas por venir, es probable nos acostumbraremos cada vez más).
Quizás este sesgo, de ser incorporado insistentemente a la práctica misma de la curaduría, pueda contribuir a evitar la indiferencia o crueldad con la que las sucesivas debacles podrían inmunizarnos –es decir, insensibilizarnos– a escala global, enfrentando unos sectores vulnerables contra otros. Por ello, hay una dimensión ética urgente del cuidado que, sin acercarse a esos extremos de calamidad, tiene ámbitos interpersonales y sociales de escalas que percibimos cotidianas y a las que debemos prestar atención.
Lo que se opone a el la son, precisamente, los intereses personales, el narcisismo e individualismo que pone en objetivo imponer opiniones incapaces de sostener diálogos, más allá de las parodias comunicativas donde, lo único que se oye, son los ecos de la propia voz: reducir la capacidad de escucha, atención o conciencia del daño que puede producirse en sensibilidades o susceptibilidades ajenas para, en su lugar, configurar realidades autónomas, irresponsables, arrogantes e indiferentes a la opinión de los demás, lo que señala una empobrecida noción de comunidad.
Algo de esta actividad, en la escala de los afectos, parece necesaria para asumir otras responsabilidades (sociales, ecológicas y políticas). Así, la obra artística resulta, entonces, una suerte de desenvolvimiento creativo intermitentemente interpelado por esos intercambios, ante los cuales no puede mantenerse autónoma.
Algo de esta función reorientada del cuidado no solo va en una dirección. Más aún: en la actualidad es una ruta de múltiples vías. No está definida tampoco por la fragilidad de unos o fortaleza de otras, sino por la certeza de diferentes niveles de vulnerabilidad en todas las personas, con intensidades intermitentes, según el momento. Se requiere que cada agente del medio involucrado en un proyecto cuide de todos los demás. Por lo mismo, está definida por el aprecio mutuo y la complicidad que, se puede decir, son las mejores formas de acompañamiento y apoyo colectivo dirigido a la realización de proyectos afines (los artístico-culturales, incluidos).
Esta, motivada por el interés compartido: en la forma de visitas de sucesivas sesiones de esquizoanálisis, se trata de la compañía que la mente y el aprecio tienen por los procesos artísticos, personales, intelectuales; donde las opiniones se viertan sin prepotencia sobre el contexto y el presente, de manera más o menos continua, en diversos niveles de inmersión.
Ello, dependiendo de algunos factores, del lado de los vínculos profesionales, tiende a incluir la amistad y, por tanto, la confianza. Tal como la imagino y empiezo a ponerla en práctica, en esta forma de curaduría, la exposición es continua y empieza mucho tiempo antes de que las puertas de la sala abran al público.
Emilio Tarazona
Bogotá, abril 2023
*Emilio Tarazona es investigador, curador y crítico. Ha desarrollado seminarios, conferencias y talleres, y publicado libros y decenas de ensayos en diferentes países e idiomas. Sus investigaciones abordan temas ecológicos y políticos vinculados a la migración, el dinamismo de los socioecosistemas o la telepresencia informática. Ha sido curador o cocurador de muchas exhibiciones, entre ellas, en el Museo Reina Sofía (MNCARS), en el Muntref, en Buenos Aires, y en el W-Kunstverein de Stuttgart (Alemania).