Nacido en Medellín, el 19 de abril de 1932, Fernando Botero falleció este 15 de septiembre en Mónaco. Una mirada a su vida realizada por Christian Padilla, historiador de arte, escritor y curador, experto en la obra de Botero.
CHRISTIAN PADILLA
Para ARTERIA
Historiador de arte, escritor y curador
Un automóvil viejo atraviesa la plaza del Duomo en Pietrasanta (Italia) y se detiene justo en medio. En una población de arquitectura renacentista y con un patrimonio cultural y artístico tan rico, un vehículo en medio de la plaza podría ser un gesto de irrespeto, pero me equivoco.
Soy el único que mira con sospecha el automóvil que para todos parecía familiar. Botero se apea de un Fiat viejo y se aleja dejando las ventanas abiertas, sin ninguna preocupación. A su paso le van saludando y alguno que otro se quita el sombrero mientras cordialmente le dice: ¡Maestro! Por la respuesta amable y familiar aunque sucinta de Botero asumo que es algún vecino de Pietrasanta, un pueblo de cientos de años de historia pero con una población tan reducida que podría casi asegurar que en una enorme mayoría se conoce entre sí.
Tuve el placer de conocer a Fernando Botero solo en sus últimos 15 años, muchísimo tiempo después de que el reconocimiento a su obra y a él mismo le fuera celebrado ya en cientos de oportunidades y en infinidad de lugares.
Como persona, Botero fue un hombre con una personalidad magnética, de conversaciones apasionantes ya fuera sobre sus vivencias o sobre sus conocimientos de la historia del arte que manejaba con maestría y memoria enciclopédica.
Esto, posiblemente, porque su escuela, más que ninguna otra, fue la observación en los museos, pues sus lecciones con maestros fueron escasas y solo reconoció influencia directa de nombres contados como sus paisanos Rafael Sáenz e Ignacio Gómez Jaramillo. El resto fueron influjos que iban y venían, pero que en conjunto fueron forjando su estilo tan propio, tan personal y tan reconocible en cualquier lugar del mundo.
Para aquellos que intentan catalogar la obra de Botero es bueno rememorar algunos acontecimientos de su época que estuvieron ligados a la definición y consolidación de ese estilo del que hablamos. Cuando la crítica argentina Marta Traba llegó a Colombia en 1954, unos meses después del regreso triunfante de Obregón –que venía de Francia donde llevaba más de un lustro instalado, y unos meses antes del regreso de los años europeos del veinteañero Botero, el panorama artístico colombiano entraba en la tercera década de un ya envejecido influjo del muralismo mexicano.
Traba encontró terreno para revolucionar el campo al poner en discusión las prácticas contemporáneas de vanguardia, el apoyo a los jóvenes con ideas novedosas y lamentablemente, en una campaña de erradicación agresiva contra los viejos maestros.
Por malsana que haya sido esta parte de la propuesta, los resultados positivos parecieron haber opacado los negativos, así que en pocos años una plataforma de jóvenes artistas colombianos había ingresado en certámenes internacionales, en las colecciones de museos norteamericanos, y en las noticias de arte del continente. Colombia estaba en el mapa y Botero era el niño genio de esa generación de artistas nacidos en promedio en el año 1920 (Grau, Obregón y Negret).
Con doce años menos que ellos, había conseguido ya para sus palmarés el primer premio en el Salón Nacional de 1958, un segundo premio en 1952, un fuera de concurso en el salón de 1959, un premio ESSO de jóvenes artistas en 1964, una obra en la colección del Museo de Arte Moderno de Nueva York, exposiciones en Nueva York, Washington, todo esto, antes de llegar a los 30 años.
Firme en esa convicción de tener que estar presente donde las ideas sobre el arte estuvieran emergiendo –aunque esta arriesgada y caprichosa empresa lo pusiera siempre en disputa con su estabilidad económica– se instaló en Nueva York, en 1960, después de haber vivido un par de años juveniles en Italia y unos meses largos en México.
Esta mezcla de lugares y de influencias fue el crisol que vino a definir su producción: de Colombia, su fascinación por lo popular, la ironía frente a lo institucional y a la religión; de México, la fuerza del color, el arraigo y la mirada a lo prehispánico; de Europa su infinito amor a la historia del arte a la que tantas versiones le haría; y, de Nueva York ,la pincelada agresiva del expresionismo abstracto y, luego, la revelación del Pop que rescató a la figuración de su estado de hibernación y descubrió ante el mundo la posibilidad de convertir todos los aspectos de la cultura de masas en arte.
Botero fue un pionero en esa nueva figuración de los años cincuenta que encabezó Francis Bacon y que en la Bienal de Sao Paulo de 1959 se reveló como una nueva percepción internacional del desasosiego de la condición humana frente a un mundo de posguerra. Artistas de esquinas distantes del mundo empezaban a coincidir en eso que parecía un estilo internacional.
La agresividad con que el cuerpo fue exagerado, desgarrado y distorsionado fue el sello de una generación latinoamericana en la que José Luis Cuevas desde México, Jacobo Borges en Venezuela y Luis Felipe Noé en Argentina se dieron a conocer. Y Botero en Colombia, con su volumen alterado gracias a la revisión de la lítica de San Agustín y la pincelada expresionista,tuvo que lidiar con la incomprensión inicial.
Traba fue la exegeta de toda la generación y operó desde sus espacios en periódicos, revistas y televisión para poder explicarle a todos que esas construcciones de Edgar Negret no eran chatarra y que Botero no hacía caricatura.
Esa fue la gran polémica de su primera obra maestra La Camara degli Sposi, una versión que Botero interpretó de un fresco renacentista de Andrea Mantegna con su reciente estilo ya consolidado, y que presentó al Salón Nacional de 1958. El jurado de selección no supo qué hacer con esta obra monumental (más de dos metros de alto y ancho) tan extraña, violenta y “fea”.
Traba tuvo que salir nuevamente a redefinir el concepto de fealdad en el arte, explicar la idea de las versiones (cosa que en Colombia no existía), y celebrar que por fin en Colombia alguien hacía algo que no parecía un mural mexicano. Así, la obra paso de ser rechazada del Salón a ganárselo.
Nadie antes había hecho cosa tal como un cover, reversionar la historia del arte a su antojo como lo venían haciendo Picasso, Manet antes de él y Giotto antes de estos. Desde Mantegna y tantos otros del renacimiento, como a Rubens, De la Tour, Caravaggio y otros maestros barrocos, Ingres, Manet y Picasso reinterpretó a todos los artistas que admiró.
Su obra es una mirada a la producción de otros que lo antecedieron, y precisamente por ese ojo adiestrado que adquirió aprendiendo la historia del arte fue su amor por los museos, museos que solo pudo conocer saliendo de Colombia. De ahí su intención de donarle a su país dos museos con colecciones envidiables de carácter internacional, y entregarle algunas de sus mejores obras propias a las mismas instituciones.
Así Botero –indiscutiblemente y a pesar de lo que digan sus detractores- se convirtió en una palabra que define a Colombia en el exterior. Pero también por la misma razón, Botero se convirtió en un mecenas dispuesto a otorgar becas a los artistas para sus estudios en el extranjero.
El Premio Botero fue la bolsa de artista más grande que haya existido en Colombia, con una suma aun nada despreciable de 100 millones de pesos anuales. Y aunque luego de unos años el premio dejo de existir –los manejos de dinero… su inconformidad con algunos de los galardonados… - su mecenazgo continuó de una forma más personal otorgando becas a quienes el mismo encontrara pertinente. Donaciones, premios y becas son solo una muestra de su enorme generosidad en un país donde hay grandes magnates pero escasean las donaciones, las becas y los premios.
Esa capacidad de poder retribuir desde que tuvo éxito económico produjo en torno a él la falsa impresión de que Botero había sido siempre un tipo adinerado. Pero por el contrario, Botero tuvo que lidiar con la incertidumbre del mañana, la estrechez y el hambre. Numerosas son las historias que quienes lo conocieron cuentan de esos momentos de enorme y orgullosa terquedad –como buen Aries, del 19 de abril– donde la persistencia fue la que lo sacó siempre bien parado de la pobreza.
Un libro entero podría llenarse de esas historias, de las que ya ni pueda darse fe cuáles son ciertas y cuáles no: las sopas de ojo y viseras que le daba a sus hijos cuando no alcanzaba para más, pero que sus niños comían absortos oyendo sus cuentos; el día de Navidad que tenía solo dinero para comprar zapatos o invitar a un coleccionista a cenar; los días en que pintó con colores oscuros por que no alcanzaba la plata para comprar el tubo de color rojo, que era más caro que los demás; el suegro ‘malaleche’ que le espetó que se buscara un trabajo decente y pintara sus cositas los domingos; etc.
Viendo que su nombre resonaba en las exposiciones de Nueva York en 1961, el principal periódico bogotano publicó un artículo titulado “Botero, artista que triunfa en Nueva York”, y al enterarse Botero con sorpresa que él triunfaba, gracias a algún amigo que lo llamó a felicitarlo, decidió contestarle una carta al medio de comunicación diciendo que rectificaran con otro artículo titulado “Botero NO triunfó en Nueva York”.
En una de sus alacenas en su atelier en Mónaco debe reposar un caballito de Ráquira que le llevé luego de la inauguración de “Botero. El joven Maestro: 1948-1963” en el Museo Nacional de Colombia, en 2018. El caballito le traía reminiscencias de sus 20 años, cuando instalado en Bogotá pasaba a ‘gorriar’ almuerzo donde su amigo y maestro Ignacio Gómez Jaramillo, quien tenía una colección de caballitos de Ráquira que fueron una revelación para él: la sensualidad del volumen no estaba solo en Uccello, en Piero della Francesca y en los italianos que desprendieron las formas de la bidimensionalidad bizantina, sino que estaba en el arte popular de las montañas colombianas.
Mi caballito fue recibido con cariño y servía de tregua entre el viejo y el joven Botero. Con el tiempo su relación con su juventud y su proceso formativo fue ambigua. Al principio, la desdeñaba por que la concebía como efluvios de numerosas influencias y ejercicios torpes de juventud.
Sin embargo, a medida que me fui acercando a esos primeros periodos y se los compartí, reencontró su belleza e importancia y fue mirándolos con menor prevención y algo más de entusiasmo. No en vano, a su colección privada había regresado luego de décadas en otras colecciones una de esas incuestionables piezas maestras, La apoteosis de Ramón Hoyos de 1959, otra de sus innovaciones al presentar por primera vez un icono popular contemporáneo como modelo de una pintura. Con ella el mismo sostenía medio en broma medio en serio que se le había adelantado al Pop Art.
El paso a la reconciliación entre el viejo y el joven maestro fue esa tarde de verano en Pietrasanta, cuando atravesó la plaza del Duomo para cumplir con nuestra cita en el bar Michelangelo. Yo solo contaba con dos horas para mostrarle las conclusiones de mi tesis de maestría y convencerlo de hacer el libro Botero. La búsqueda del estilo: 1949-1963, que planeaba con Proyecto Bachué, así que llevaba la tesis impresa y las imágenes de una pesquisa de un año reuniendo todas las obras que había podido encontrar de ese periodo.
Unos meses antes, en París, me había dicho que no veía viable hacer un libro sobre esa etapa, y aunque yo intuía que la razón principal era que sentía vergüenza por sus propios inicios. Me argumentó que no iba a encontrar muchas de esas obras y que para hacer un libro sobre su obra tenía que contar con al menos cien imágenes. Yo solo llevaba las que se conocían públicamente: siete del Museo Nacional, tres del Museo de Antioquia y uno del Banco de la República.
Ahora, en Pietrasanta, tenía cerca de 200 imágenes que fui presentándole en orden cronológico y, mientras las comentábamos, empecé a notar su grato asombro. Ver el trabajo de detective que había hecho para una tesis académica debió causarle melancolía, al reencontrarse setenta años después en muchas de esas fotografías, pero, también, debió parecerle una reafirmación de que ese proceso inicial era no solo importantísimo sino necesario de hacer conocer.
–Qué maravilla ¿Dónde encontraste todo esto? Tienes que mandarme un disco con todas estas imágenes– me dijo con entusiasmo. Yo le respondí con una pregunta:
–¿Hacemos el libro? Y así fue, por primera vez, un libro académico, sin florituras de poeta ni intenciones de especulación económica de los marchantes de arte. Luego, vino la exposición y otra edición del libro en inglés con Skira y algunos proyectos más. Con alguna que otra reserva, Botero se reconcilió con su yo joven.
Mi libro terminaba donde el éxito empezaba, en 1963. Como suele ser una historia común, Botero tuvo que alejarse de Colombia para recibir el reconocimiento que su país no le entregó. La monumentalidad de sus cuadros tomó el curso lógico de devenir en tridimesionalidad y entonces el mundo boteriano pasó a ser volumen tangible.
La escultura no solo le llevaría a una nueva vida en Pietrasanta, cerca del mármol de Carrara y las centenarias fundidoras de bronce. Además abriría nuevos ámbitos de exploración y dimensiones nuevas que conquistar. Literalmente, nuevos caminos que nunca se habían abierto para los artistas vivos se dispusieron para las esculturas de Botero: Campos Elíseos, en 1992; Park Avenue, de Nueva York, en 1993; el Paseo de la Castellana; en Madrid, en 1994; Buenos Aires, en 1997; Lisboa, en 1998; China, en 2016, y, en un reconocimiento sin precedentes, junto a las míticas obras de Donatello, Baccio Bandinelli, Giambologna y Miguel Ángel, en la Piazza de la Signoria, de Florencia, en 1999.
Aun cuando su presencia fue innegable en el exterior, su compromiso con su país no fue menor. No solo sus comentarios sobre la guerra en Colombia se dieron en los momentos de efervescencia política y social, sino que aquellos apuntes sobre la violencia se quedaron enriqueciendo la narrativa de las colecciones de los museos nacionales.
Junto con las donaciones a instituciones culturales hubo una que no fue leída en su momento con la inteligencia que requería. Cuando se firmó el Acuerdo de Paz, en la Habana, entre el gobierno de Colombia y las guerrilla de las Farc, Botero envió como una ofrenda de admiración ante ese enorme paso a la reconciliación que se abría, una paloma de impoluto blancor, la misma que unos meses después autorizó a sacar de la Casa de Nariño con destino al Museo Nacional para resguardarla de cualquier conveniente resbalón, en cuanto se enteró del inevitable regreso de Uribe al poder en un subordinado.
Es de mi completa responsabilidad acá interpretar que la simpatía, si la hubo con Uribe, era un capítulo que hubiera preferido borrar, y, como prueba, de ello es que aunque todos los presidentes le hicieron lobby para una foto, y con otros construyó proyectos benéficos, con todos posó –era casi que tarea obligatoria de los presidentes– pero con Duque no se le vería jamás, se le hizo el de la vista gorda.
La frustración de ver toda la vida su país en guerra y presagiar que esta lo sobreviviría lo llevó a rectificar en silencio. Ya una paloma suya había volado en pedazos víctima de un atentado en el parque de San Antonio en 1995. Botero no habría querido otra –que además cargaba con el peso de ser un símbolo de aquella paz– que, sospechosamente, volara. Cometo la imprudencia de contar que en uno de sus restaurantes favoritos, el Gatto Nero, junto a Sophia Vari, su adorada compañera, me confesó aliviado el destino de la paloma y brindamos por ella.
En algunos de esos breves y maravillosos encuentros, Botero recordaba con algo de burla y más de orgullo un evento que marcaría su vida y produciría su postura crítica e irónica contra la curia de Medellín. Cuando tenía 16 años, fue expulsado del colegio por escribir para el periódico El Colombiano un panegírico sobre el comunista de Picasso, a quien aún ni siquiera conocía en vivo, pero intuitivamente admiraba.
Lejos estaba de imaginarse que 70 años después una exposición en Francia le haría el honor de ponerlo en dialogo con el revolucionario maestro. Para mí, esta señal de mirar la historia del arte con tanto rigor era mucho más que una temprana intuición de los temas que en el futuro caracterizarían su obra.
Sería, además, un gesto de soberbia y una manera de vencer a la muerte. Es decir, un incansable afán por incluirse en la misma historia del arte que con erudición autodidacta dominaba. La vida le dio nueve décadas para lograr este cometido, pero para la historia del arte colombiano y la del arte universal no le bastaron sino cuatro para ver su nombre ya puesto en letras capitales como uno de los renovadores de la figuración a mediados de siglo XX.
Para algunos, lo que hizo después fue redundancia; para otros, fue la admirable consolidación de un lenguaje que se haría universalmente reconocido y le auguraría abundancia. Aun así, sin mirar el éxito comercial que tanto desprecian algunos de sus detractores, pero que era apenas la lógica conclusión de una producción inagotable, un trabajo de calidad y ambición, la pintura de Botero ya era desde los años cincuenta y sesenta una de las mejores que tenía el mundo, junto a Francis Bacon, Rufino Tamayo y Willem de Kooning.
Murió Fernando Botero, pero no hay que caer en el manido error, al verlo yacer para siempre como un monumental obispo dormido, de reconocer póstumamente su puesto en el panteón del arte mundial. Botero pasó a la historia hace rato, ya se le vea como pintor, escultor, o como filántropo. No solo dejó una huella imborrable en las ciudades más importantes del mundo donde sus monumentales personajes de cuando en cuando aparecen, Botero es indiscutiblemente uno de los sucesos más importante en la historia del arte latinoamericano del siglo XX.
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