Con el texto 'Cuerpos en exhibición', Emilio Tarazona analiza la exposición de varios artistas que tiene el cuerpo como centro, en Espacio El Dorado, de Bogotá.*
En la manía que muchos conceptos tienen de amontonarse junto a los objetos, el cuerpo humano (como entidad biológica) ha sido una realidad o extensión física, que, como noción, no se ha dejado fácilmente atrapar por el pensamiento. Esto, tanto por su complejidad, como ductilidad.
Acaso desde los naturalistas modernos, ese esfuerzo ha venido escoltado por el intento de describir previamente sus formas o proporciones (de la mano de la anatomía comparada) para poder deducir o, más bien, suponer, con o sin acierto, los mecanismos que permiten sus funciones específicas (o potencias) así como sus límites (entendidos como contornos o dimensiones, pero también como todo aquello que podría quedar, por así decirlo, fuera del alcance de sus cualidades).
“Lo que puede un cuerpo” es una frase que pretende responder a la pregunta que Baruch Spinoza formula en el Siglo XVII**. Esta ha sido escogida por los curadores María Toro y Juan Betancurth como título para presentar la exhibición que ocupa la sala del espacio anexo, en el primer piso de la galería Espacio El Dorado (Bogotá).
Betancurth presenta, además, una exhibición individual en la sala Cubo Gris de la misma galería, titulada ‘Showroom’. Ofrece allí una instalación que desarrolló en una residencia de algunas semanas en ese mismo espacio, en la cual compila objetos que llevaba tiempo recolectando junto a otros recogidos recientemente, para colocarlos en un contexto de provocación.
Su propuesta podría estar motivada por la idea de reasignar una nueva objetualidad a un conjunto de objetos e, incluso, hacer el viaje contrario: de “sujetualizar” un objeto (en lugar de objetualizar sujetos y sus cuerpos).
La migración de las categorías conceptuales que el artista induce sobre esos materiales o fragmentos de artefactos (en complicidad con la falta de inocencia de distintos observadores), como en un ready-made asistido, despiertan la idea de que sus formas, materiales y texturas cotidianas y utilitarias han quedado convertidas/subvertidoa/¿pervertidas? y desplegadas como objetos completamente distintos: eróticos, lúdicos, de usos ambiguos (y varios, hasta ergonómicos).
La reasignación de estos materiales responde, en cierto modo, a la idea tenuemente sádica de someter los objetos a cierta sumisión, donde el artista toma una función momentáneamente dominante. Aunque, lo que parece sugerir la instalación es que ellos podrían ser inesperadamente activados por artista o espectadores, en una performatividad a la que la imaginación quizás se adelanta un tanto.
Volvamos a la exhibición colectiva: el cuerpo es una preocupación prioritaria (particularmente, desde nuestra mirada todavía especista o restringida a demasiadas preocupaciones por la temporalidad) porque está vinculado a la idea misma de existencia: su fragilidad, su contingencia, así como a todas las cosas que le es posible afectar, ya sea con su presencia, la proyección de sus pasiones y, especialmente, con su acción.
Esta obsesión no ha perdido vigencia, aun si las telepresencias (la huella digital y la cibernética, informática e incluso biotecnológica) pretenden redoblarlo o darle propagaciones o prórrogas no previstas en las últimas décadas, anticipándose a producir copias más allá de la imagen, todavía rudimentarias, tanto del propio cuerpo como quizás también de la vida.
Lo mismo que una mirada sobre cuerpos, el recorrido de la exhibición puede optar por dos alternativas, aparentemente opuestas: el todo o las partes. Ver la integridad de obras como órganos conectados en un solo organismo vivo o ver la articulación múltiple de vínculos nítidos, arbitrarios, nuevos, que establecen diálogos entre las distintas propuestas, permitiéndonos observar interacciones u oír frases sueltas en medio del murmullo colectivo o dispersión que también les es propia. Vertebrar todo el conjunto o moverse como en una suerte de despiece (y fileteado): cual disjecta membra en los que la mirada se abre camino.
Encuentro algunos hilos conductores, aun si se interrumpen: formas de acoplamiento para ensamblar al menos uno, entre todos los cuerpos posibles.
Primer Hilo. Luz Adriana Vera, quien presenta una exhibición individual simultánea en el Cubo Blanco de esta galería, titulada ‘Acciones cotidianas para decir adiós’ presenta aquí cuatro imágenes en serie y secuencia de una fotoperformance titulada ‘Intimo’ (2021). Previamente al gesto, ella se ha colocado sobre el rostro una capa de látex para maquillaje sobre la que se ha escrito de forma casi automática, dejando en texto los prejuicios que ella tiene sobre su propio cuerpo, normalmente construidos a partir de miradas ajenas (ideas inoculadas, podemos decir).
De ellos solo podemos leer en las imágenes algunos fragmentos. Al trasladar estas ideas sobre esa superficie, se permite un acto de muda de piel en la que las retira y destruye, logrando una piel sin inscripciones.
Las palabras hacen parte también de la obra de Erika Yandi: las vemos en la pieza titulada La prenda con la que me visto (2022) y las dos piezas gráficas (ambas de 2021). La primera, en volumen, se conecta mejor con la propuesta de Vera. Yandi reside en el Meta, pero pertenece a una familia de desplazados que la ha llevado a diferentes partes de Colombia, originalmente desde el Cauca.
Esta obra consiste en un vestido de niña al cual se le han colocado pequeñas piezas de papel, como en un documento roto compuesto de palabras sueltas. Estas articulaban inicialmente, antes de adherirse a esta tela, frases dirigidas hacia las mujeres en una suerte de compilación del acoso verbal, principalmente masculino (hacia ella y otras mujeres), que los cuerpos feminizados, en sociedades patriarcales como esta, acumulan desde edades tempranas.
Así, aquello diseñado para lucirse, cubrir o proteger, termina impregnado de experiencias personales incómodas (lo que une los trozos de papel son alfileres, no un zurcido) que, equivocadamente, se piensa, deberían callarse o quedar en casa. Representa así la densa carga de machismo que, cual atuendo femenino, queda aquí como si los ultrajes o las molestas insinuaciones se secaran al sol.
En sus dos piezas gráficas a modo de tejido de retazos (con formas circulares construidas sobre cortes de papel atravesadas en cruz) tituladas Cartografía de una planta y Ventanas, insiste también en la palabra como vehículo de memoria y portadora del relato o la experiencia.
Mientras la primera compila recetas curativas (infusiones o emplastos), registrando conocimientos normalmente orales de medicina tradicional; en la otra, enfrenta dos siluetas humanas de perfil que se vinculan con hilos y, hacia los lados, tienen una suerte de paisajes con árboles y textos entre sus ramas.
La experiencia, me dice, tiene siempre algo de intransmisible. Algo que pone en un lugar impreciso al espectador, que solo puede intuirla o generar sus propias experiencias (acaso, igualmente intransmisibles) como capturando señales con un receptor que necesita buscar el lugar más adecuado desde donde sintonizar con la transmisión de estos lenguajes, con mayor nitidez.
El registro de la intervención sin título que Leonel Castañeda realizó en el espacio circular de la actual Sala de la Ofrenda de la colección permanente del Museo del Oro en 2003, entonces en remodelación, consiste en un gesto que involucra en gran medida el silencio, que tiene acepciones distintas o ambivalentes, entre lo voluntario y lo forzado. Leonel tiene, además, una intervención titulada Suspensión, realizada a partir de la instalación que presentó en el 37 Salón Nacional de Artistas, de 1998, presentada en el Cubo Negro de la misma galería (para que no dejen de darse el paseo completo).
Estas imágenes pertenecen a una intervención in situ, no concebida como performance y, en cierto modo, se trata de una inacción. Dieciséis mujeres (en su mayoría, estudiantes de danza de la ASAB) se colocan en estas vitrinas vacías, expuestas e inmóviles, sin otra ropa que el brasier y medias pantalón de maya (translúcida), además de zapatos de tacón y una media velada (oscura) que les cubre la cabeza. Inspirado en algunas acciones dirigidas a fines de los 90 por Vanessa Beecroft (con mujeres en ropa interior dentro de salas de exhibición), aquí el artista aprovecha mejor la particularidad del dispositivo museográfico, entre la vitrina y el diorama tridimensional (una suerte de representaciones en volumen de seres vivos en un decorado que, se supone, su entorno natural).
Si bien su trabajo se ha caracterizado por recolecciones selectivas de vestigios corporales, un interés por las disecciones, lo quirúrgico y lo ortopédico, el artista es consciente que las modalidades de despliegue implican modos distintos de aproximación.
El escaparate de personas inmóviles alude a una objetuación: el lugar iluminado de aquello que se ofrece para el deleite visual. Aun si, en este caso, son los observadores (quienes no pueden ver el rostro) los que pueden ser observados a través de esas mayas que usan las mujeres en exhibición, al igual que los ladrones de bancos. El cuerpo vivo se confronta, silenciosamente, viendo los rostros sin ser ellas vistas, de manera muy distinta al mero fetiche (opuesta al producto y servicio de tienda o pieza arqueológica que parecen representar).
Pero ni lo ininteligible (y tampoco el silencio) son conceptos presentes en las obras de Rosa Navarro. Su vínculo con el lenguaje suele ser claro y transmisible: en la auto-referencialidad de sus fotografías ella parece adecuar la designación al ser de modo afirmativo. La obra “R-O-S-A” (de 1983, impresa en 2019 a partir negativos originales) consta de cuatro fotografías en serie-secuencia (como en la propuesta de Luz Adriana Vera comentada previamente) en las que Navarro registra su rostro, de frente y en primer plano, en los cuatro puntos y modos de articulación de las letras que componen su nombre: un auto-retrato en la configuración física o posición de labios, dientes, paladar, etc., en el momento de emitir la sonoridad, como quien enseña a pronunciar al espectador la palabra que designa la imagen que está viendo. Inventa así una suerte de tautología instructiva a partir de un objeto visual (y casi-sonoro) en la que ambas vías coinciden remitiéndose de modos distintos a un sujeto o tercera persona (ella misma) que no se encuentra directamente allí.
En “Huellas en Rosa” (1982) la artista registra cuatro marcas con pintura en una mano que deja como improntas sobre su pierna, abdomen y espalda, al palpar su cuerpo. Lo que puede ser leído equivocadamente como la marca de un golpe es, en realidad, un acto de constatación de su corporalidad. El tiempo ha jugado su magia (humedad, temperatura, oxigenación o luz), haciendo que el revelado cromogénico de época gane o pierda pigmentación virando al rosa, reforzando inesperadamente la idea.
Una categoría parece útil aquí: es lo que define en los años Setenta Rosalind Krauss como “lo indiciario”, algo que está en una relación física con su referente: sombra, huella, impresión. Aquí el significado y el significante han estado en algún momento tan estrechamente en contacto como el negativo al papel fotosensible.
La obra sin título de Luis Fernando Valencia (edición única de 1980) consiste en 4 imágenes realizadas con material fotográfico a medio camino entre el grabado y la foto tradicional. Se trata de la impronta de su cadera, con algún material fijador, a modo de sello físico sobre el papel que luego expone a la luz en el proceso de revelado, dejando una imagen similar a la de una radiografía (aunque aquí es el rastro externo, no el interno).
Igualmente experimental (aunque en distinto modo) y algunos años antes, las fotografías de la serie sin título de Jaime Ardila incluidas en esta exhibición (realizadas en 1972), exploran también el cuerpo en sus empalmes, pero no contra otras superficies, sino enfrentados a sí mismos. Colocando los negativos en anverso y en reverso, las imágenes producen una sensación de extrañamiento especular, como partes anatómicas que son en cierto modo cosificadas, o buscando formas que, conservando estos elementos, pueden también ser modulares.
A grandes rasgos, aquí los lenguajes alfabéticos, orales o verbales, se impregnan como una estructura o condición alrededor o sobre los cuerpos, imponiéndoles determinadas condiciones. Aun si estos tienen también sus modos de desprenderse de esos lugares para intentar formas de expresión que puedan, en cierta medida, prescindir de esas designaciones.
Segundo Hilo:
Ya que entramos a la fotografía: un segundo hilo puede establecerse por la función de esta, dirigida hacia el registro del arte-acción (acaso, aliada histórica y sustancial de ese género).
Incluye la selección de imágenes de la performance “Visitas y apariciones” de Alfonso Suárez, quien gana en 1994 el XXXV Salón Nacional de Artistas con este trabajo, iniciado en 1987: donde destaca la presencia lacónica del propio artista investido como Gregorio Hernández, médico entre los Siglos 19 y 20 que devino santo popular (al que se le atribuyen poderes curativos). Las imágenes corresponden a versiones de su acción realizadas en los años 1993-1994 (reimpresas en 2017).
Pero, particularmente (lo que constituye casi una exhibición dentro de esta exhibición) estaría conformada por los registros seleccionados de ocho acciones en fotografías del archivo de Oscar Monsalve, titulada “La trayectoria de un disparo”: una investigación de Arturo Salazar y José Ruiz, de la que esta sección constituye un anticipo.
Corresponden a acciones de Beatriz González (“Diez metros de Renoir”, 1977) donde ofrece una enorme cortina a venta por centímetros, en la Galería Alonso Garcés; la acción “Vaso de leche” de Cecilia Vicuña (septiembre, 1979) en la Quinta de Bolívar de Bogotá, asociada a la acción múltiple del grupo CADA en Chile, titulada “Para no morir de hambre en el arte” (en imágenes en blanco y negro de la acción de Vicuña, no antes vistas); la conocida acción de Marta Minujín (“Carlos Gardel de fuego”, 1981) realizada en la IV Bienal de Arte Coltejer, en paralelo al I Coloquio de Arte No-Objetual y Arte Urbano en Medellín (que tanto impresionó a Pierre Restani); el “Reporte con interferencias” (realizada en el espacio de Sara Modiano, en Barranquilla) y “Tierra sagrada” (Galería Antonio Garcés, Bogotá), ambas de Álvaro Herazo, en 1982.
La acción de Antonio Caro (“Dulce Zipacón”, 1992), incluida en la famosa exhibición “Ante América” realizada en el Banco de la República – Biblioteca Luis Ángel Arango (físicamente realizada en una finca en Cundinamarca) y primera vez en la que Caro prepara un dulce de papayuela, acción que repite varias veces después; una acción casi desconocida de María Teresa Hincapié (sin información, 1992) realizada en el Jardín del Museo Botero en Bogotá, también en el contexto de la exposición “Ante América”; y la acción emblemática de María Angélica Medina (“Pieza de conversación”, 1992) iniciada antes, pero presentada por primera vez en el XXXIII Salón Nacional de Artistas de ese año.
Varias de estas (la de González, Vicuña, la segunda acción incluida de Herazo, la de Hincapié y esas primeras versiones de la acción de Caro y Medina) no tienen otro testimonio visual que el de Monsalve. Reconocido por hacer registro de retratos y obras de artistas (casi siempre, piezas estáticas) muestra un conjunto de fotografías de obras y sucesos en movimiento que le dan el carácter de documentalista excepcional de la escena artística y cultural.
Tercer Hilo:
Pensando el rechazo a las etiquetas-estigmatizaciones y a la discriminación, así como las afirmaciones que componen muchas veces las búsquedas de identidad, un tercer hilo se abre paso aquí.
La expresión que da título al video “Yalik misrá” (2019) de Julieth Morales, hace referencia a personajes de la oscuridad espiritual que se disfrazan durante el Mes de Ofrenda, en noviembre, en el territorio Misak: un ámbito etéreo e intangible que ella desplaza al registro digital. En esta danza ella ausculta un mundo liminar en el cual, culturalmente (por estructuras machistas), las mujeres son excluidas y no tienen más participación que la confección de esos atuendos: son los hombres quienes las representan, disfrazados. Por eso la artista los observa y se introduce en varias propuestas en esos vestidos, ocupando un lugar que la tradición señala no le corresponde.
Se trata de la posibilidad de transitar mundos y desbordar límites, incluso si vedados (como ocurre con el niño que se oculta en el bosque para ver a las ánimas, en el primer sueño de la famosa película de Akira Kurosawa). El sonido de la edición viene de collares que pertenecen a una herencia de línea materna (de las abuelas), marcando la presencia femenina en cada paso dentro de esa ritualidad. La obra se convierte en un modo de marcar la doble identidad del Espíritu Mayor, Pishimisak-Kallim, que carga lo femenino y masculino: la presencia que, en la cosmovisión del resguardo, ambos géneros tienen en la naturaleza.
De Álvaro Barrios se incluye una impresión en offset de uno de sus grabados populares, dedicado al “Martirio de St. Sebastián”, impreso en offset en 1980 y ofrecido dentro de la publicación “Re-vista”, de arte y arquitectura; así como la foto-serigrafía del año anterior (1979) que sirvió para su reproducción y que el tiempo ha virado al azul. Soldado romano de la Guardia Pretoriana en el Siglo III, a Sebastián el mismo Emperador Diocleciano le impone, en castigo, ser asaetado por otros miembros de su propia escolta al no renunciar a su fe católica (sin que ese tormento lograse acabar con su vida). Es ese modo de representación del santo el que sería, varios siglos después, convertido en una suerte de símbolo protector contra las enfermedades (representadas en las flechas).
El uso devocional de esta imagen, sumado a su aparición en la literatura y cine a partir de la exaltación de su joven cuerpo, infundida desde el tenebrismo barroco (particularmente desde el film de Derek Jarman y Paul Humfress: “Sebastiane”, de 1976), lo convierte en un símbolo homo-erótico que tomará un lugar especial, acaso premonitorio, con la crisis y pandemia del Sida desde la década siguiente. Nota aparte: el modelo usado por Barrios en esta representación es el artista barranquillero Alfonso Suarez (que de este modo se hace, al menos, dos veces santo).
Katalina Ángel presenta una instalación titulada “Oración falsa” (2023), en un espacio a modo de cuarto, en cuyo centro coloca el uniforme que ella llevaba mientras estuvo recluida por cerca de cinco años en una cárcel de hombres (siendo mujer-trans). Se trata de desplegar los modos de afirmarse dentro de un lugar que le impone, incluso si hostilmente, una negación: “Se te ven las huevas” es una de las agresivas frases ajenas que se le dirigen muchas veces durante su reclusión, que ella incluye, junto a varios textos suyos, en los muros de esta habitación, construyendo esa sensibilidad verbal que, a modo de canciones, marcan su paso en ese doble encierro al cual se ve entonces enfrentada: de su género y su libertad.
Siendo una de las fundadoras de la Red Comunitaria Trans y directora de un programa social con personas que por distintas razones han sido recluidas (denominada “Cuerpos en prisión, mentes en acción”) ella ha podido mejorar las condiciones de discriminación carcelaria que hicieron parte de su experiencia.
Madorilyn exhibe aquí cinco piezas que hacen parte de su serie de “Mascarones”, realizadas entre 2019 y 2023: “Pecados A y B”, “El tiempo” “Luz de vida”, “Rigor Mortis”, “El renacimiento” y “Diva Dark”. Confeccionadas con texturas, pedrería y abalorios, estas aluden a las figuras de ninfas, dragones o guerreros colocadas en los buques o galeones marinos que, al igual que el espolón, inducen el carácter o la fuerza que representa a la tripulación.
Con tres décadas dedicada al transformismo (y, en algún momento, de la mano de la restricción del tapabocas impuesto por las autoridades sanitarias durante la pandemia), esta forma de reinventarse con estos atuendos va de la mano de la necesidad de sobreponerse, propiciatoriamente, a la angustia o la deslealtad que rodea también a los espacios nocturnos de espectáculo o los bares gay.
Pero, al mismo tiempo, llevar una indumentaria que la defiende del prejuicio posible, ya que un tratamiento contra el cáncer de piel que padecía le hizo perder algunos dientes, imposibilitándole lucir abiertamente una sonrisa. Reúne así lo exuberante y, a la vez, un modo de despertar los propios atributos y energías internas.
Cuarto Hilo:
En 1978, Eduardo Hernández escribe sobre un soporte en un muro la frase “La letra con sangre entra”, documentando fotográficamente el proceso: desde que acude a la extracción de esta, tomada de sus propias venas. La serie de obras gráficas vinculadas a esta experiencia, realizadas entre 1978 y 1979 (de las que se expone un ejemplar) consta de esa frase escrita sobre papel, repetida sobre esos soportes a modo de grabados únicos, aún si numerados.
Esta expresión acompaña ese “proceso educativo, traumático impositivo, colonialista” en palabras del artista: el autoritarismo jerárquico impuesto para producir comportamientos esperables con violentas y agresivas prácticas pedagógicas.
Acaso la sangre es el fluido corporal más ambivalente: dependiendo si dentro o fuera del cuerpo, puede ser tanto signo de vida como de muerte. Sus connotaciones parecen, entonces, dadas por su lugar respecto al cuerpo pero, a diferencia de otros fluidos corporales, no tiene una vía determinada de evacuación: esta puede estar en todas partes o en ninguna.
Tiene, además, una condición que comparte con pocas otras sustancias corporales que, en determinadas condiciones, pueden ser reintroducidas en otros cuerpos (como el semen o la leche materna), ya para generarlos, sostenerlos o mantenerlos con vida, a través de la inseminación, la lactancia o la transfusión: lo que los hace susceptibles de gestión biopolítica. Como en una suerte de condición, es el paso o límite adentro-afuera lo que cuenta y esto hace de la piel, el órgano más extenso del cuerpo, un espacio de regulación por excelencia de las interacciones entre la intimidad física y el mundo.
La serie de cuadros en óleo sobre tela titulada “Vacíos abismales” (2023) de Felipe Lozano presenta una minuciosa y detallada compilación visual de orificios por los cuales, adicionalmente a los poros (menos perceptibles), la piel interrumpe su cobertura continua para hacer ordinariamente posible el paso de sustancias, corporales o no: desde dentro hacia fuera o desde fuera hacia dentro. Con menos de treinta años, Lozano pertenece a la primera generación colombiana de nacidos “in vitro”: esa condición de origen en la reproducción asistida (o probeta) lo hace entender la diferencia entre sexualidad y procreación. Pero, además, es en esas fisuras o grietas corporales que representa donde la identidad se marca y vulnera: los fluidos o excrecencias cruzan la individualidad fisiológica poniendo en entredicho la pertenencia o el exilio de algunos componentes producidos en el sistema biológico, que operan también como metáfora de la inestabilidad del sistema social; del margen frágilmente establecido entre cuerpo y no-cuerpo.
Aquí parece oportuno destacar la etimológica de “exponer”: el término latino “expositus” (literalmente, “poner por fuera”) era utilizado para designar a las personas que han sido cedidas, abandonadas, evacuadas o condenadas a algún tipo de destierro.
Esa suerte de desarraigo se inscribe e incorpora, también, dentro de la ex-posición: la propuesta de Camilo Acosta, por ejemplo, no se encuentra físicamente en la sala, sino que circula en las publicaciones que realiza una vez por semana en su cuenta personal de Instagram (@huntertexasvideo). Artista cuyo trabajo se enfoca en el video arte y el video experimental, puede describirse también como un recolector de imágenes.
Algo similar ocurre con la propuesta de María Leguízamo, titulada “Brillo en tercera persona” (2020-2023), que parte del encuentro de la artista con el descubrimiento, en 2008, por investigadores del Laboratorio Lawrence Berkeley, de la primera grabación de voz humana registrada en un dispositivo, realizada en 1860 (en un invento de Édouard-León Scott de Martineville, patentado años antes con el nombre de fonoautógrafo, casi dos décadas antes que lo hiciera el fonógrafo de Thomas Alva Edison).
Su instalación se encuentra fuera de la sala, en uno de los contenedores del patio. Esto por las condiciones de escasa luz que requiere, pero, además, porque su reflexión aborda la sonoridad: una modalidad incorpórea e intangible para pensar el cuerpo. Scott no pensaba que la voz fantasmal de ese registro (misma que interpreta una canción popular francesa apenas audible, denominada “Au clair de la lune”, y logró reproducirse gracias a un software) quedaría fijada para ser audible 150 años después sobre ese rollo de papel cubierto en carbón, sino que buscaba solo formas mecánicas de transcripción vocal.
La artista crea su propio audio a partir de esta grabación primigenia, con sonidos producidos también por ella misma y personas cercanas a modo de diálogo con esa voz (imitando a veces la canción o sonidos de fuego y viento). En medio de la instalación, a oscuras, una pieza de vidrio soplada que ha tomado forma orgánica, contiene un combustible que mantiene una llama encendida (jugando así con partes de la letra de esa primera canción grabada). La propuesta insiste en esa espectralidad que, más que cuerpos en sí, son soplos de aire que, audibles o no, son capaces de afectar cuerpos: “no es la gota de agua, sino la vibración que produce la gota de agua, la que erosiona la roca”, me dice (interesada en la lenta y constante vulneración de las estructuras sólidas).
Coda (o nudo des-nudo):
Los enfoques sobre el cuerpo están muy lejos de agotarse: independientemente si sus ámbitos o extensiones materiales y temporales se consideran amplias o insuficientes, si estas nos imponen un gozo o padecimiento intermitentes o si, como ocurre a menudo, en medio del placer que puede producirnos, podemos ser golpeados súbitamente por la vida (y, a veces, también por la muerte).
Emilio Tarazona
Septiembre, 2023
*Emilio Tarazona es investigador, curador y crítico. Ha desarrollado seminarios, conferencias y talleres, y publicado libros y decenas de ensayos en diferentes países e idiomas. Sus investigaciones abordan temas ecológicos y políticos vinculados a la migración, el dinamismo de los socioecosistemas o la telepresencia informática. Ha sido curador o cocurador de muchas exhibiciones, entre ellas, en el Museo Reina Sofía (MNCARS), en el Muntref, en Buenos Aires, y en el W-Kunstverein de Stuttgart (Alemania).
**(autor que Gilles Deleuze pone en auge dentro de la filosofía contemporánea con sus cursos en la Universidad de Vincennes, entre el cambio de década del 70 al 80: al mismo tiempo que Michel Foucault daba una mejor forma teórica al concepto de “biopolítica”, desde el Collège de France)